Cuando la participación en el museo significa poco más que tomarse un selfie.

Por más de dos siglos desde que el Louvre se convirtiera en un ente público, el museo apenas ha cambiado una coma. Soy chocantemente consciente de que tamaño pronunciamiento suena a provocación. Y máxime cuando muchos de los respetados profesionales del mundo-museo y la academia —desde Kenneth Hudson a Eilean Hooper-Greenhill entre otros— exclaman justamente lo contrario: que “el museo niega a quedarse quieto” y que “el cambio ha sido sin precedentes y muy extremo.”

Imagínate ahora a un grupo formado por 150 campesinos, conserjes y comadronas mientras son guiados a través de las salas del museo para cumplir con sus inalienables derechos revolucionarios sobre las “ouvrages maintenant appartenants à la nation française”. Mientras avanzan lentamente bajo la atenta y severa mirada de tres celadores, sus escandalizados ojos son incapaces de apartar la mirada de la maraña de voluptuosos cuerpos de dioses, sátrapas y ninfas que los miran curiosos al tiempo que atónitos desde lo alto de las paredes del museo.

Si pulsamos el fast-forward avanzando algo más de dos siglos vemos a los mismos visitantes de ayer revoloteando hoy por el Louvre libre y ruidosamente mientras se apelotonan delante de la Mona Lisa o la Noche estrellada de Van Gogh en el MoMA para tomarse un selfie. El estado de ánimo estético del visitante de hoy es superficial y no muy disímil del que hacían gala los primeros visitantes.

Mientras que el asombro ha dado paso a la irreverencia, el ciudadano-espectador continúa siendo poco más que un transeúnte que mira “Los 40 principales” asumiendo fatalmente una condición pasiva de cara a lo que el ‘nanny museum’ o museo-niñera ha decidido que es conveniente para sus ojos (o aquello que Jacques-Louis David tildó incisivamente como una “vana colección de frívolos objetos de lujo que solo sirven para satisfacer la ociosa curiosidad”).

A diferencia de lo que ocurriera en Alemania en torno a 1900, cuando el mundo del arte discute con fervor y entusiasmo acerca de la conveniencia de coleccionar arte contemporáneo, o los igualmente fascinantes debates en la Unión Soviética en los años 30 que se centraban en cómo minimizar la ideología burguesa y la deificación de las obras de arte, el mundo del arte norteamericano-eurocéntrico nunca ha conocido esos enconados debates acerca de si un modelo museológico diferente es posible.

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